Iluminemos un poco el asunto. A lo largo de varias décadas, los videojuegos se fueron estructurando hasta formar la industria que conocemos hoy en día. Una industria que aún se encuentra en desarrollo, por cierto. En su camino han mutado varios conceptos que giran en torno al videojuego, que le dan forma, entre ellos, el más importante, su propósito: son un producto de entretenimiento realmente complejo.
Cuando hablamos de entretenimiento, solemos caer presos de un pensamiento que apunta a que entretenernos, es perder tiempo, tiempo que no consideramos importante o tiempo que se nos va volando a cambio de diversión. Y sí, podríamos tranquilamente decir que los videojuegos, entretienen.
Sin embargo, hay producciones que ofrecen una competición en línea, donde el jugador debe conectar todos sus sentidos para salir victorioso. También hay videojuegos que se enfocan en la narrativa y otros, apuntan a divertir con mecánicas jugables adictivas.
Hay todo tipo de videojuegos para toda clase de jugadores. Dependiendo de lo que busques, siempre serás bienvenido en un sinfín de obras. Pero, ¿qué pasa cuando el jugador se topa con un videojuego que le pone un palo a la rueda, le corta el progreso y lo empuja hacia una experiencia que podría incomodarlo? En otras palabras, ¿Qué sucede cuando el videojuego es difícil en su sentido más estricto? Por lo general, el jugador se frustra.
A no ser que el objetivo sea poner las cosas realmente complicadas, que un videojuego resulte frustrante es de las mayores pesadillas para un desarrollador. El hecho de que un jugador abandone la obra porque siente que se le está tomando el pelo o que el sistema es injusto, es un punto crítico para la vida del producto.
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